Mi historia no contada
Son las 3am. No logro conciliar el sueño de nuevo. Ayer platicaba con una colega que me compartió una frase que no puedo sacarme de la cabeza: “every we starts with an I” o “cada nosotres empieza con un yo”… Construir/transformar en colectivo comienza por nombrar desde lo personal.
Mi nombre es Alex Argüelles. Soy tecnólogue y participio en la defensa de derechos humanos, enfocándome a lo que ocurre en torno a ellos y su relación con la(s) tecnología(s). Acompaño a personas que han recibido violencia sociopolítica a través de las tecnologías en América Latina. Tengo nacionalidad mexicana, mi piel es blanca, hablo inglés, pude estudiar en escuelas privadas hasta obtener una licenciatura, vivo en una ciudad, soy bisexual, tengo un empleo estable, no vivo en condiciones de precarización y soy disidente de género. Al nombrarme/nombrarlos, también reconozco mis privilegios y me responsabilizo del poder que viene con ellos. Enuncio desde mí y asumo la responsabilidad de mis palabras, con la asertividad y los desaciertos propios de mi condición faliblemente humana.
Lo que comparto a continuación puede resultar detonante para personas que hayan vivido violencia de género y violencia en el espacio de trabajo. Comparto mis palabras para dar cierre a un proceso largo para resignificar las violencias que viví y ofrezco mi escucha y acompañamiento a quienes se vean reflejadas/es/os en estas palabras.
* * *
En febrero de 2020 viajé a Santiago de Chile y pedí ayuda a diferentes integrantes de la organización en la colaborábamos entonces mi agresor (también residente de esa ciudad) y yo. Hablé con colegas, superiores y la dirección de la organización. Las respuestas, variadas, terminaron en que los procesos de denuncia a distancia eran complejos y finalmente mi agresor estaba por retirarse de la organización. Me pidieron paciencia y ofrecieron una invitación a que si algo más sucedía levantara una alerta y se atendería mi llamado. No se volvió a hablar más del tema, volví a mi país.
Aunque recibí las agresiones de forma sostenida durante la última mitad del 2019, no compartí esto de forma tan amplia con mis compañeras por miedo a que la reputación, el carisma y el poder de mi agresor fueran usados en mi contra para perjudicar mi trabajo en la organización que era también mi único ingreso; mismo que me permitió independizarme y sostener una vida digna. Durante la breve relación sentimental a distancia que sostuve con mi agresor (entre febrero y mayo de 2019) él constantemente hacía mención de que era “intocable” en la organización. El miedo de confrontarlo, por las consecuencias que eso pudiera traer para mí tanto en la organización como en el entorno internacional de defensa de derechos digitales, representó una barrera que pensé que únicamente podía superar reduciendo la distancia evidente entre la organización, quienes colaborábamos ahí y yo. Pensé que la presencia, al menos, reduciría las posibilidades de que mi agresor manipulara y tergiversara mis palabras; como ya había hecho previamente (revirtiendo los roles de víctima y victimario para eludir responsabilidad) en sus conversaciones con una de mis compañeras de área.
En marzo de 2020 tuve una crisis de salud mental tras haber convivido con mi agresor en febrero, después de haber pedido ayuda y no haber logrado recibir alguna respuesta que fuera congruente con la gravedad de la violencia que había vivido, ni haber recibido garantías que me impidieran seguir colaborando en “ese espacio de resistencia” sin exponerme a seguir conviviendo con la impunidad de mi agresor y el silencio que rodeaba mi experiencia. Comencé tratamiento psiquiátrico, compartí esto con mi equipo directo. Las cosas siguieron su curso habitual para el resto de la organización, yo cada día me sentía más insegura y confrontada por trabajar temas de violencia de género de forma amplia en un espacio incapaz de atenderlos de forma concreta/particular.
En julio de 2020 -a raíz de un proceso interno de evaluación en la ONG, implementado por una entidad financista- mi jefe de área nos pidió compartir cualquier tema que hiciera difícil nuestro trabajo en la organización. Compartí con mi equipo que a mí se me hacía difícil lidiar con el silencio sobre la violencia que viví y seguir conviviendo con mi agresor “como si nada”. A raíz de esto recibí mensajes de apoyo y una invitación puntual: “¿qué quieres hacer?”
No quería un proceso punitivo. Tenía claro que, al yo estar en México y tanto la organización como mi agresor en Chile, no existían vías “convencionales” (ni efectivas) de acceso a justicia a partir de protocolos de denuncia con los que estaba familiarizade por mi trabajo acompañando a víctimas de este tipo de violencias. Yo quería algo que me permitiera resignificar lo que viví y genuinamente permitiera transformar nuestra organización para que nunca más estas situaciones quedaran relegadas al silencio de las víctimas y la impunidad de los agresores.
Escribí una carta contando mi experiencia, la compartí con mi jefe directo y le dije que lo que quería hacer era compartirla con el resto del equipo: romper el silencio, invocar a “la comunidad” para dejar de atravesar esto sola. Tras consultarlo con la directora de la organización, mi jefe directo me pidió que hablara con ella. Lo hice. Ella me pidió que, antes de compartir la carta, iniciara un proceso de denuncia interno que sería llevado por el consejo directivo de la organización. Accedí a hacerlo, compartiendo mis preocupaciones en torno a que fuera un proceso revictimizante, dirigido a soluciones que no se alineaban con lo que para mí sigue siendo -a la fecha- la justicia y reparación que busco. Iniciamos el proceso, con el mismo sigilo y la distancia entre el resto del equipo que conformaba la organización.
Presenté, como se me solicitó, una denuncia detallada por escrito adjuntando las evidencias que pude recabar en las plataformas de la organización y redes sociales evitando transgredir cualquier matiz que anulara lo presentado por “comprometer la privacidad” de mi agresor, di mi declaración en video a la coordinadora de operaciones con el fin de que se grabara y compartiera con las personas del consejo directivo para la evaluación del caso. Entendía que esto sería compartido con mi agresor, quien otorgaría una réplica a mi declaración… Nunca recibí esta réplica. A la fecha sigo sin conocer qué declaró ni qué información otorgó para que el consejo directivo llegara a la conclusión que llegó. Mi agresor estaba a un mes de ir a realizar sus estudios de maestría, por lo que el tiempo era limitado para realizar este proceso, aunque el caso era del conocimiento de más de la mitad de las personas que integraban la organización desde 5 meses antes.
En un par de ocasiones mi jefe directo me preguntó qué pasaría si no podía compartir la carta que había escrito (y que, para entonces, era de conocimiento tanto de él como de la directora). Fui muy clare en decirle que si no me permitían compartir la carta, para mí eso era un acto de censura y que yo no podría colaborar en una organización que mientras defendía derechos humanos hacia afuera censurara a sus colaboradoras cuando alzaran la voz.
El viernes previo a que mi agresor abandonara la organización, el último viernes de agosto, tras mi insistencia en torno a compartir mi carta se me informó que “el consejo directivo no aprobó” que la compartiera con las demás personas de la organización. También se me informó que mi agresor no había accedido a participar en un espacio de confrontación que la organización había propuesto como medida para abordar el caso abiertamente, pero que me avisarían cuándo se llevaría a cabo la reunión con el resto del equipo para que compartiera “mi caso”.
Con el sigilo impuesto en torno a lo ocurrido y arropado en la impunidad, mi agresor se despidió un lunes del resto de la organización a través del canal del Slack del equipo general (vía de comunicación directa entre toda la organización que ahora, por la pandemia, trabajaba de forma remota). El cinismo me rebasó, rompí en llanto, estaba trabade de coraje, desafié la instrucción de no compartir lo que el consejo no había aprobado, dejé de ser “buena víctima” y lo confronté públicamente, compartiendo la carta que originalmente significaba para mí una forma de invocar la fuerza de quienes conformábamos la organización para hacerle frente a mi agresor y el poder que ostentaba en ese espacio.
Pasé de ser obediente “víctima complaciente” a ser una persona incómoda. La directora me informó en ese mismo canal de lo incorrecto de mis acciones que, en su opinión, eran similares a las que denuncié: comparando mi intervención en el canal de Slack con el acoso, hostigamiento y la amenaza que recibí por parte de mi agresor y que había denunciado en su “debido proceso” completamente inútil que ahora estaba siendo usado para descalificar la acción que desde un inicio había propuesto para abordar este tema tan doloroso y complejo.
El viernes siguiente se convocó a una reunión de equipo, de asistencia obligatoria. Se me invitó a “compartir mi caso”, con toda la carga revicitimizante que implicaba lo que para mí era una especie de exposición condicionada a que en lugar de abordar esto desde la dignidad y el acompañamiento ahora fuera una especie de demostración de algo doloroso que tendría que exponer frente a personas que estaban siendo injustamente obligadas a participar en un proceso punitivo donde el principal objetivo pasó de ser “confrontar a mi agresor” a “exigir que me exhibiera”. Compartí esta preocupación, a pesar de esto la reunión de asistencia obligatoria se llevó a cabo exigiéndonos que mantuviéramos nuestras cámaras prendidas. Una compañera tuvo un ataque de pánico, la reunión siguió. La directora sí pudo apagar su cámara en alguna ocasión, la reunión siguió.
Después de esta reunión y tomando en cuenta que días después tendríamos una semana de asueto a raíz de los feriados chilenos, mi jefe directo me invitó a que me tomara unos días. Después de todo lo que pasó, sembrada la desconfianza que sentía hacia la organización, esta invitación la recibí como una forma de aislarme del resto de mis compañeras y no tanto como una medida enfocada a mi bienestar… Después de todo lo ocurrido, esta sería la primera vez que una medida así se me ofreciera. Incluso, fue mi jefe directo quien en mi primer año en la organización me negó la posibilidad de tomarme tres días para realizar una serie de exámenes médicos post-operatorios (rutinarios, por una intervención quirúrgica que recibí en 2017) ya que -para él- eso era como tomarse vacaciones y yo (según él) no debía tomarme vacaciones hasta haber concluido mi primer año laboral. Como estos exámenes médicos no eran “urgentes” y yo estaba muy agradecide por la oportunidad de trabajar en esta organización, no le di mucha importancia a esto y pospuse los exámenes.
Al escribir y releer esto caigo en cuenta de que en más de una ocasión pospuse mi salud por lo normalizada que está (¿tal vez en el entorno de defensa de derechos humanos? ¿tal vez únicamente en América Latina? ¿tal vez únicamente en quienes reconocemos/tememos la precariedad de nuestros contextos?) la noción de que la lucha política es más importante que cualquiera de nosotres, más importante que nuestra salud, más importante que nuestro bienestar. Aprendí que algunas personas confunden la lucha política (la resistencia a los abusos de poder, la defensa de derechos humanos) con la reputación de las organizaciones en las que participan.
A finales de septiembre, tras volver de las vacaciones, recibí la noticia de que había quedado seleccionade para participar en un programa internacional de investigación y desarrollo sobre tecnología y sociedad. Esta oportunidad me permitiría dejar mi cargo en la organización donde se había llevado a cabo todo esto sin comprometer mi estabilidad. A principios de octubre se hizo el anuncio público sobre esto y, junto con el anuncio, presenté mi aviso de renuncia formal. Por la carga de trabajo del equipo, mi jefe directo y yo acordamos que colaboraría hasta fin de mes en la organización para cerrar procesos pendientes y permitir que contrataran a alguien más para ocupar el cargo que dejaría vacante.
El domingo 18 de octubre de 2020, mi segundo aniversario como trabajadore en la organización coincidente con el primero del Estallido social en Chile, reaccioné en Twitter (desde mi cuenta personal) a una publicación por parte de otra ONG latinoamericana en la que se seguía asociando a mi agresor con la organización en la que yo aún participaba. Mi respuesta a la publicación decía lo siguiente:
“¡Hola! — — — — ya no colabora en — — — — y tiene una denuncia por acoso, hostigamiento y violencia de género que ejerció contra mí. Entiendo que, como medida para ‘atender’ esto, la organización puso una nota en su carta de vida (por si quieren confirmar).”
Las respuestas a ese comentario, tanto por parte de la organización que publicó el tweet original como por parte de otras personas integrantes del entorno de defensa de derechos digitales en la región, hacían eco a lo sucedido al interior de la organización cuando hice una confrontación abierta: como nadie tenía conocimiento de lo ocurrido hasta este momento, nadie se había replanteado la relación con mi agresor (la difusión que le daban, ni los espacios que le otorgaban).
Por otro lado, a raíz de esa respuesta, mi comentario alcanzó a mujeres que en diferentes momentos y entornos habían sido victimizadas por mi agresor. Recuerdo con tristeza y enojo que nuestras experiencias coincidían tanto en el abuso de poder, la intimidación, como en la violencia sexual, la coerción y en el miedo a las consecuencias reputacionales/sociales que vinieran de denunciar a quien era visto como un “intachable aliado feminista y defensor de derechos humanos”; cuyo poder no únicamente rodeaba su reputación en el ámbito ONGero internacional, sino que se extendía a su participación en medios de comunicación nacionales y sus relaciones con políticos en Chile.
A falta de conocimiento sobre estas situaciones y experiencias, se restringen las posibilidades de confrontar y asumir corresponsabilidad sobre lo que nos falta por hacer para construir entornos verdaderamente seguros para quienes participamos en estas organizaciones y luchas. Esta falta de información, fincada en el silencio impuesto a víctimas/sobrevivientes y el sigilo por parte de las organizaciones, perpetúa la impunidad de quienes agreden y la impotencia de quienes reciben las agresiones; afectando también las posibilidades para transformar nuestras organizaciones y espacios de incidencia: tanto desde el acompañamiento y la escucha empática a quienes reciben las violencias, como brindando espacios de concienciación que permitan a quienes agreden reparar los daños que provocaron.
Desde ese día y durante un par de días posteriores, a pesar de seguir con acompañamiento psicológico y tratamiento psiquiátrico, estuve lidiando con una nueva crisis de salud mental. En este punto quiero reconocer el apoyo que recibí por parte de amigas, compañeras, colegas y mi pareja; quienes me han sostenido durante todo este proceso que he ido narrando y además han seguido arropándome desde el cariño y la solidaridad, pero también desde el disenso y el constante recordatorio -desde la confianza y el amor- de que es mi responsabilidad hacerme cargo de mi propia historia, el proceso de resignificación y mi salud. Sé que no estoy sole.
El miércoles siguiente recibimos un correo en el que un conocido activista mexicano, también denunciado públicamente por agresiones sexuales y violencias de género, se dirigía a la organización en la que aún colaboraba invitándonos a participar en un evento sobre alertadores (whistleblowers). Aprovechando esto, decidí retomar la comunicación tanto con mi jefe directo como con la directora de la organización alertándoles sobre la situación del emisor de la invitación y también dando aviso de lo que había ocurrido el domingo previo, señalando que el silencio por parte de la organización en torno a todo el caso era problemático. Reconozco que no fue la comunicación más asertiva.
En respuesta a ese correo, mi jefe directo me increpó respecto a la forma en que estaba dejando la organización haciendo hincapié en que aún teníamos cosas pendientes que resolver sobre los procesos que me había comprometido a cerrar antes de mi partida a fin de mes. Por su parte, la directora de la organización comentó que le parecía violento, abusivo y poco profesional el manejo de mis comunicaciones desde mi cuenta personal en Twitter.
Sobre esto último, con distancia, reconozco un patrón -tanto en mi agresor como en quienes participaron y participan en la ONG de la que me retiré- que en inglés llaman DARVO: un acrónimo de “Deny the behavior, Attack the individual doing the confronting, Reverse roles of Victim and Ofender” que implica que quienes perpetúan las violencias asumen el rol de víctimas, “convertiendo” a las víctimas reales en supuestas victimarias para menoscabar su credibilidad (a través de acusaciones y señalamientos falsos) con el fin de eludir responsabilidad.
No respondí más a la directora, la inconsciencia que mostraba sobre su poder y su responsabilidad en torno al manejo de toda esta situación -aunada a la desconfianza que había surgido a raíz de la coerción que ejerció para que participara en el desafortunado y revictimizante proceso de denuncia- me habían dejado claro que no tenía algo más que compartirle.
A mi jefe directo le recalqué que el acuerdo de concluir los procesos laborales hasta fin de mes permanecía vigente y procedí a apresurar todo para entregar lo que fuera necesario a fin de cerrar los proyectos que estaba llevando antes de mi acordada fecha de salida. A partir de ese momento el trato fue distante y frío, pero hasta cierto punto también estigmatizante: respecto a mi tratamiento psiquiátrico, pero también con una prevalente sensación de desconfianza por haberme atrevido a mencionar “mi caso” públicamente… Como si fuera “traidore a la causa” o algo.
El viernes de esa semana la organización publicó un comunicado titulado “Contra la violencia en nuestro espacio de trabajo”, donde firman las personas que ocupaban cargos directivos en la organización expresando públicamente toda su “solidaridad con quien resultara víctima, cuya fortaleza y trabajo amerita todo nuestro respeto y admiración”. A la fecha, cuando leo esas palabras no sé si categorizarlas como cinismo o hipocresía; de cualquier forma, la falsa simpatía proyectada hacia fuera mientras todo esto ocurría “a puerta cerrada” es simplemente inadmisible.
Antes de mi partida, me tocaba recibir una evaluación de rendimiento -como parte del proceso general de evaluación de la organización que detonó todo esto en julio- por parte de mi jefe directo. Hubo cosas que reconoció de mi trabajo, habló de que dejé una huella en la organización y después me comentó que le dejaba insatisfecho el bajo rendimiento que presenté durante mi último año en la organización…
A la fecha me pregunto si simplemente fue un error de conexión entre la memoria y su autoridad, o si genuinamente estaba consciente de que sus palabras eran una forma de no solo revictimizar nuevamente, sino también de menospreciar todo el trabajo que me tomó sortear mi proceso de salud mental y el proceso de denuncia sin descuidar la monumental carga de trabajo que representaba hacerme cargo de las plataformas de comunicación de la organización (redes sociales, correo de contacto, boletín semanal), participar en procesos de incidencia (desarrollo de contenidos y campañas para procesos locales y regionales), dar talleres, conferencias y entrevistas (en inglés y español) y ofrecer acompañamiento a víctimas de violencia de género en línea a nivel regional… Y bueno, todo esto aunado a los diversos impactos que vinieron con el confinamiento por la pandemia y las crecientes olas de violencia Estatal en América Latina. Ahora entiendo que la precarización laboral no sólo se refleja en lo económico, sino también en menospreciar lo que implica realizar cada tarea.
Afortunadamente, por las ofertas laborales que he visto publicadas, entiendo que estas cargas de trabajo se han replanteado en cargos separados. En aquel entonces, a pesar de trabajar en temas relacionados con los derechos humanos en el entorno digital y hacer críticas sostenidas a cuestiones de precarización, cada quién se sorteaba tanto el costo de conexión como de equipo (reduciendo la posibilidad de tener equipos personales distintos a los laborales) y las personas que residimos fuera de Chile no teníamos beneficios de cobertura médica (ni compensación proporcional para acceder a ella en nuestros países).
Finalmente, el viernes 30 de octubre del 2020, dejé la organización. Ese día publiqué mi mensaje de despedida en el canal general de Slack. Inmediatamente después de anunciar mi partida, recuerdo la falta de tacto con la que se convocó a una reunión posterior (en la que mi presencia no era requerida) para hablar de “mi caso”. Probablemente pueda achacar esto a una especie de hipersensibilidad, pero en el fondo lo sentí deshumanizante, tan impersonal que simplemente cerré la aplicación como una suerte de tecno-ritual de despedida y me metí a mi correo institucional para terminar los procesos administrativos con la encargada en turno. Me habían pedido que me hiciera cargo de gestionar unas compensaciones económicas que la organización había gestionado para la colectiva de acompañamiento en la que aún participo, así que acordé con la encargada enviarle los comprobantes correspondientes a la recepción de esos pagos en cuanto mis compañeras me los hicieran llegar; a más tardar el lunes siguiente.
Hasta este punto, a falta de aviso o información sobre algún protocolo de salida por parte de la organización, yo seguía contando con que mi correo estaría vigente para concluir -al menos- con los procesos administrativos… Sin embargo, no fue el caso. El lunes siguiente no logré entrar a mi correo, no tenía forma de contactar a la encargada de administración porque el acceso al Workspace de Slack de la organización también me había sido revocado. Todo lo anterior sin aviso previo. Restringieron mis canales de comunicación sin aviso previo. Al no respaldar los mensajes en mi computadora personal para evitar exponer o filtrar cualquier tipo de información sensible que pudiéramos manejar en la organización, los respaldos de mis contactos laborales, procesos de colaboración, proyectos y otros documentos que tal vez únicamente tenían valor documental para mí me fueron arrebatados.
Lo que me generó más rabia no fue este nuevo acto de violencia y abuso de poder, sino que quisieran desestimarlo como un descuido incidental. Lo irónico de este despliegue de “descuidos” fue que claramente tenían tanta prisa por bloquear mis canales de comunicación (o incluso limitarme el acceso a los documentos que evidenciaban el desafortunado manejo de todo esto por parte de la organización), que olvidaron revocarme el acceso al gestor de contraseñas de la organización. Información que, en mi opinión, es mucho más pertinente tener restringida a quienes no sean parte del equipo.
De nueva cuenta, atravesada por una sensación que no termino de definir (entre la rabia, la indignación y el hartazgo), escribí mi última comunicación formal al equipo de la organización. En un correo con copia a mi ex-jefe directo, mis compañeras de equipo y el jefe del equipo técnico (el presunto único responsable de esta cadena de descuidos, aunque es evidente que no era responsabilidad únicamente de él sostener un proceso de salida humano, claro, digno), señalé puntualmente cómo estas acciones constataban un acto de violencia, como los descuidos eran también formas de abusar del poder por omisión de responsabilidad y que me parecía increíble que una organización que ha fincado su reputación en la defensa de derechos humanos humanos fuera tan inconsistente con esto hacia el interior de sus operaciones. A partir de este momento corté tanto comunicaciones como relaciones con esta organización. Fuera de mis amigas y ex-colegas, no he vuelto a recibir comunicación ni seguimiento por parte de quienes expresaron públicamente “solidaridad, respeto y admiración”… Supongo que no les alcanzó el interés para ser consistentes con sus palabras. Esto, viniendo de personas a quienes llegué a admirar y genuinamente estimar tanto, más que decepcionarme me duele. Ahora entiendo que el cuidado no era recíproco o, en caso de haberlo sido, estaba limitado al valor que tenía por las funciones que cumplía en/para la organización. Reconocer esto, a falta de evidencia que sostenga lo contrario, duele.
Poco después de mi salida, no más de un mes creo, distintas personas me compartieron que habían recibido correos electrónicos directos firmados por la directora de la organización. Estos correos fueron enviados a personas de organizaciones internacionales, colectivas latinoamericanas e incluso compañeras con quienes aún colaboro en proyectos sobre violencia de género. Lo particular de estos correos era que en ellos se mencionaba mi nombre completo -nombre que incluso yo evito compartir- junto a una descripción más explícita y la vez “convenientemente” segada/manipulada a fin de deslindar de responsabilidad a la organización sobre el pésimo manejo de “mi caso”, acompañada de justificaciones por parte de la organización y en algunos casos alguna pregunta respecto al apoyo que habían mostrado hacia mí a través de Twitter meses atrás. Estos correos, entregados de forma que no había modo de exigir rendición de cuentas sobre su propósito o la innecesaria información personal que compartían (utilizando/instrumentalizando mi nombre y mi historia sin mi consentimiento, asumiendo que tampoco tendría conocimiento de esto), constituyeron para mí la destrucción del último vestigio de respeto que sentía hacia quienes “resultaron responsables” de esas comunicaciones y a la fecha veo como personas incongruentes con la defensa de derechos humanos que pregonan.
Estas personas, como muchas otras, se escudan en su poder y relaciones sociales para evitar afrontar tanto sus responsabilidades como la mezquindad de sus acciones “privadas” que intentan maquillar con la forma rampante y voraz con la que esta organización se ha involucrado en temas de violencia de género que claramente rebasan -por mucho- la capacidad que tienen para comenzar a entender (ni hablar de hacer algo al respecto de) las implicaciones que ésta tiene en las vidas de quienes somos victimizades/as/os y perseguides/as/os por alzar la voz y buscar justicia.
* * *
Nunca he querido ni quiero hacer daño a una organización que me permitió aprender y continuar involucrándome tanto en temas que hoy en día conforman una parte esencial de mi propia apuesta política, sin embargo reconozco que al mantener el silencio y “evitar incomodar” se genera una impotencia contagiosa que impide que se reconozca la dignidad de quienes son victimizades/as/os por la irresponsabilidad en torno a las asimetrías de poder que también existen en nuestros entornos de defensa de derechos humanos e incidencia política; mismas asimetrías que, al no ser confrontadas, perpetúan la revictimización y las violencias que terminan aislando y excluyendo a quienes reciben estas violencias (víctimas y sobrevivientes) o incluso evitando que podamos tener un cierre que nos permita resignificar el daño que es ejercido en nuestra contra de formas múltiples, en momentos diversos.
Al compartir mi experiencia en mis palabras y desde la persona que soy hoy, también comparto mi vulnerabilidad, mi miedo, mi impotencia y mi descontento. Después de dos años de lidiar con esto que he estado aprendiendo a reconocer y resignificar, apostando al desarrollo de rutas que permitan el acceso a la justicia transformativa, hoy hago mi historia pública con la esperanza de que esto que nombro desde lo personal (reconociendo, también, mis torpezas y el espacio que queda para mejorar mis comunicaciones) para que a partir de experiencias como esta -de las cuales, no tengan duda, hay miles- podamos construir comunidades donde todas las personas tengamos las herramientas necesarias para reconocer el daño, acuerparnos, sanar y asumir nuestras responsabilidades. Donde todas las personas sepamos que tenemos (y aprovechemos) el poder de transformar las estructuras que perpetúan las violencias en nuestros entornos.
Al compartir mi historia también invoco nuestra resiliencia, convoco a romper el silencio, a hacernos cargo, a aprender de mis/nuestros errores a fin de que podamos asumir el compromiso que implica construir una comunidad y desarrollar las herramientas necesarias para que el silencio no se imponga frente al daño y que juntes -todes quienes nos asumimos como defensoræs de derechos humanos, activistas, acompañantes, o parte de estos entornos- participemos activamente en asumir las responsabilidades que vienen con procurar el bienestar de quienes ponen el cuerpo para sostener las luchas y resistencias que conformamos. Las responsabilidades que vienen con procurar nuestro propio bienestar, con procurar nuestra dignidad.
Hagamos frente a las violencias, rompamos el silencio, escuchemos a las personas nombrar y resignificar sus experiencias: compartamos el dolor y trabajemos en construir lo necesario para evitar que el miedo, el abuso de poder y la vergüenza terminen velando a quienes alcen la voz. Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio.
Aprendamos, construyamos y transformemos juntas.
Hasta que la dignidad se haga costumbre.
[Actualización]
En julio de 2021 se compartió el anuncio de que la persona que ejercía el cargo de dirección ejecutiva de la organización cuando todo lo anterior ocurrió dejará el cargo el 1º de septiembre de este mismo año. Ocuparán el cargo, en una figura de codirección ejecutiva, dos personas que fueron partícipes (como jefe directo de mi agresor y desde la coordinación regional — siendo esta persona también responsable del correo “secreto” que fue enviado a quienes me apoyaron o colaboraron conmigo, instrumentalizando y tergiversando los hechos para “deslindar” las responsabilidades de la organización) en las omisiones de justicia y la proliferación de la impunidad ante las violencias aquí narradas y otras más que fueron ejercidas hacia ex-compañeras.
A la fecha, a un año de lo narrado, sigo sin recibir contacto ni reparación por parte de la organización de la que fui parte. La organización que ejerció violencia institucional hacia mí, obstruyó mi proceso de acceso justicia y favoreció la impunidad de mi agresor.
Aunque cambien de cargo, la memoria sobre estos sucesos y quienes fueron parte de ellos prevalecerá. Su silencio no se traduce a olvido. El daño está hecho y la reparación sigue pendiente.
[Actualización abril, 2024]
Modifiqué las desiniencias de género en el texto para que fueran consecuentes con mi identidad de género. Por lo demás, este texto y la violencia que prevalece por falta de reconocimiento, reparación y comunidades REALES en torno a la defensa de derechos humanos “institucional” se han perpetuado y recrudecido en niveles ridículos.
Esta desafortunada historia ha seguido por acá:
https://cryptpad.fr/file/#/2/file/NokBhR9qrCyIV9Vjuvno20NI/